domingo, 26 de mayo de 2013

Valentía

¡Hoy me ha vuelto a pasar! Me he tenido que parar justo antes de llegar a mi casa porque una "jurgoneta" (como dice mi hijo pequeño) estaba parada delante de una casa, tapando la calle. En mi insensata prisa continua mi primer pensamiento ha sido: "Maldita sea, ¿no podría pararse a un lado? Si hay sitio de sobra para aparcar." Y mi mano ya estaba dispuesta a apretar con rabia el claxon cuando la he visto. La he visto y el tiempo se ha detenido. Una auxiliar aguardaba en la puerta de entrada al jardín del chalet y entonces una mano, lenta y arrugada, se ha cogido a ella, con miedo y fuerza. Y detrás de la mano ha aparecido ella, la anciana de pelo blanco, pequeña ya de tan encogida, con su falda hasta las rodillas y sus zapatillas de paño, con su caminar vacilante y lento. Entonces me he atragantado con mi estúpida prisa y aspirando la calma que ella iba derramando con sus lentos movimientos he sentido una inmensa ternura, la ternura que inspira la confianza ciega de un niño.
¿En qué nos convertimos si llegamos a viejos? ¿En nuevos niños sin ya nada nuevo que vivir? ¿Será tan triste la vejez? Tener tantos sueños encerrados en la mente y no poder hacerlos realidad pues el cuerpo apenas da ya para aferrarse con fuerza a una auxiliar y subir con gran esfuerzo el escalón de una furgoneta, titubeando varias veces hasta que de golpe nos dejamos caer en el asiento.
¿Pero acaso los hago realidad ahora, que apenas tengo treinta y seis y el cuerpo lleno de vigor?
Quizá un día la anciana se vuelva, me mire y arrastre sus pasos hacia mí, auxiliar en mano, y asomándose a mi ventanilla me pellizque cariñosamente la mejilla y me reprenda:
- Debería darte vergüenza, jovencita. Me miras con lástima, doliéndote de mis escasas fuerzas, de que apenas puedo hacer nada, ni siquiera caminar sola, cuando eres tú la que da pena. Tú, en la flor de la vida, e incapaz de cumplir tus sueños, de ser quien quieres ser. -
A mí se me escaparía un:
- Pero...
Pero ella alzaría la mano temblorosa y con un gesto enérgico me impediría hablar:
- No me gusta esa palabra. No hay peros, jovencita, no hay peros.
Y lentamente, apoyada en su auxiliar, me daría la espalda y, tras tres intentos fallidos, subiría al fin al pequeño autobús y me miraría orgullosa: "Me cuesta, sí, pero nunca me doy por vencida."